La radicalidad del bautismo de niños, por Ignacio Simal

dimarts, 10 de gener de 2012 07:48

De todos es sabido que la Iglesia Evangélica Española – EEC, tanto en su tradición presbiteriana como en la metodista, practicamos el bautismo de niños –de ninguna manera el rebautismo- según recoge nuestra Confesión de Fe en su artículo XXII:

“Creemos y testificamos que en virtud del Bautismo, celebrado conforme al mandamiento del Señor, aplicando agua en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, al que lo recibe, éste es hecho objeto de los beneficios de la Gracia, incorporado a la Iglesia y hecho partícipe de la redención por la Sangre de Jesucristo, a la cual corresponde como signo el lavacro de agua en el Bautismo.

Debe recibir este Sacramento toda persona no bautizada, que haya de ingresar como miembro en la Iglesia.

Tratándose de persona mayor, ha de manifestar conocimiento de la obra redentora de Cristo, único Salvador, y mostrar sincero arrepentimiento antes de ser bautizada.

Tratándose de niños, cuyos padres, o uno de ellos, o cuyos tutores sean creyentes, también recibirán el Bautismo, porque los beneficios de la Gracia son anteriores a todo conocimiento o voluntad del hombre. Los padres o tutores, así como la Iglesia entera, se hacen responsables de la instrucción de la criatura bautizada, de manera que llegue al conocimiento propio de la salvación en Cristo, su Señor, reconozca la necesidad del arrepentimiento, preste obediencia a la Palabra y tenga siempre en su Bautismo la prenda y señal segura de ser un hijo de Dios. Normalmente, administra el Bautismo el Pastor ordenado por la Iglesia, si bien, en circunstancias especiales, pueda administrarlo otra persona idónea.

En modo alguno debe recibir una persona dos veces el Bautismo, pues siendo éste obra de la Gracia divina, no puede perder su significado y eficacia espirituales.”

Pues bien, llevaba meses queriendo escribir sobre el tema del bautismo de bebés de familias cristianas. Es más, he escrito algún sermón sobre la temática. Sin embargo, hace unos días, releí unas páginas de “¿Necesita Dios la Iglesia?” (G. Lohfink)  que suscribo totalmente. Por ello quiero transcribir la cita, algo larga, pero tremendamente iluminadora y que puede ser de ayuda a nuestra comunidad cristiana.

Escribe Lohfink (353-358):

“…/…

¿Acaso no significa esto que ahora nosotros deberíamos retomar el bautismo de adultos, propio de la antigüedad cristiana? De hecho, se eleva una y otra vez el llamamiento a la supresión del bautismo de niños. El bautismo de niños se declara por tanto un desarrollo erróneo, un factor perturbador para aquello que la Iglesia debería propiamente ser. Habría destruido el catecumenado y con él, la aceptación consciente de la fe y la decisión corresponsable por la Iglesia. Precisamente por ello se habría hecho co-culpable en la peligrosa disolución de la Iglesia en <<iglesia del pueblo>>.

Merece la pena ocuparse un poco más despacio de la cuestión del bautismo de niños; y precisamente porque en esta pregunta como en un punto neurálgico se hace otra vez patente con la Iglesia es. Quizá se penetra con mayor rapidez en el núcleo del problema, si se considera la objeción de padres de hoy, que afirman que su hijo debería decidir por sí mismo en algún momento si quiere ser cristiano o no. Hasta ese momento debería crecer totalmente libre, sin adoctrinamientos, sin dejarse influenciar por otros, por así decir, en un ambiente neutral.

Esto puede parecer libre de prejuicios. En realidad esta postura desatiende la realidad del hombre y del mundo. No sólo es falsa porque en la sociedad no existen <<ambientes neutrales>>, demuestra también un desconocimiento total de lo que es la existencia humana. Ningún niño puede ser consultado sobre si quiere venir al mundo o no, si quiere vivir o no. Su vida le es dada previamente.

En el niño se muestra esta prerrogativa no sólo en el hecho de que la vida le sea dada por los padres, sino también en que ellos tienen que asumir la responsabilidad de su vida durante un tiempo bastante largo. De nuevo chocamos aquí con el fenómeno de la representación, sin el cual no es posible la vida en la sociedad humana. Los padres han engendrado vida y ahora se cuidan a modo de representantes, porque el niño aún no puede, de la alimentación, el vestido, la vivienda y la educación. El niño aún no puede decidir sobre todas estas cosas; necesita representantes.

Y en verdad necesita representantes que en todo le den lo mejor que tienen. Ya ha quedado claro que esto no puede referirse únicamente a la alimentación y el vestido. Un niño necesita más: necesita amor y seguridad, formación y educación. Necesita sobre todo lo mejor. Pero en el caso de que los padres sean creyentes y consideren la fe como lo mejor y más importante en sus vidas: ¿Acaso pueden privar entonces a su hijo de la vida en el ámbito de la fe?

¿Acaso pueden impedir que su hijo pronto o tarde aprenda a distinguir entre lo bueno y lo malo, verdadero y falso, bonito y feo, humano e inhumano y también a fin de cuentas entre Dios y el mundo? ¿Acaso pueden evitar que el niño no sólo agudice sus sentidos externos, sino también ese sentido con el cual el hombre acepta la palabra de Dios y contempla sus obras? ¿Acaso pueden excluir a su hijo del mundo polifacético de la fe, que no se puede separar de los sacramentos y se abre a la actuación de Dios en el mundo?

En el fenómeno del lenguaje se muestra cuán absurdo sería todo esto. Todos los padres enseñan a sus hijos a hablar. Pero aprender a hablar es mucho más que dominar un conjunto de sonidos. Cada lengua transmite un mundo. En cada nivel de aprendizaje de una lengua se interpreta y aprehende el mundo. La opinión de que se podría hacer crecer a un niño en un ambiente neutral, en el cual aún no estuvieran interpretados el mundo y la existencia, demuestra un desconocimiento absoluto de la relación entre el lenguaje y la realidad. Cada palabra, cada frase, cada forma de expresión transmite e interpreta el mundo al mismo tiempo. Desde su primera inspiración, el niño absorbe dentro de sí permanentemente un mundo ya interpretado, quizá bien interpretado o quizá reducido, deformado, privado de sentido. Y cuanto más juicioso se hace el niño, tanto más fuertemente le son proporcionadas las respectivas pautas dominantes de la sociedad, sus criterios y poderes.

Por tanto sería una irresponsabilidad que los padres creyentes dejaran a su hijo sin ayuda y sin posibilidad de discernimiento ante las interpretaciones del mundo que confluyen hacia él, y no le abrieran a la interpretación del mundo más completa que existe, la verdad de Dios, que ha venido definitivamente al mundo en Jesucristo. Pero esta verdad no es para captarla sólo con conceptos. Debe ser gustada, respirada. Es un estilo de vida.

El bautismo es el ingreso en este estilo de vida. Al bautizar a un niño menor de edad, se expresa que el estilo de vida de la fe no es elaborable por los hombres. La fe no puede ser inculcada, sólo puede ser recibida, es siempre un don sin condiciones, es siempre gracia. Por consiguiente los padres creyentes no pueden privar a su hijo del bautismo; del mismo modo que no le niegan la alimentación, el vestido, el juego, los compañeros de juego, el lenguaje, la educación.

Si los padres quieren que su hijo aprenda a entender el lenguaje de la verdad de Dios necesitan ayuda. La familia por si misma no es todavía el ámbito donde Dios habla y actúa. Los padres y los hijos necesitan el espacio de la experiencia donde la palabra de Dios es escuchada y vivida por muchos. Este espacio es la Iglesia, con su liturgia, sus sacramentos, sus asambleas, sus experiencias reunidas y transmitidas de generación en generación. Por eso también el bautismo tiene lugar siempre que se pueda ante la comunidad reunida. La comunidad asume junto a los padres y padrinos la responsabilidad de la fe del niño. La comunidad debe poner a su lado muchos padres y madres creyentes, convertirse una y otra vez, para que el niño también pueda encontrar de hecho un espacio de experiencia de la fe como don.

Los padres pueden aprender en este espacio de experiencia que su hijo es una criatura de Dios, que es amado por él y por lo mismo sagrado. Les ha sido confiado pero no es una propiedad que puedan emplear mal para enaltecimiento de sus propia vidas. Nadie tiene el derecho, ni siquiera los padres, de disponer de un hijo. No tienen el derecho de formarle según sus imágenes propias y sus deseos privados. Tampoco tienen el derecho de convertirlo en su ídolo o en su instrumento. Esta inviolabilidad del niño, su libertad, que le viene de Dios, es expresada precisamente en la consumación sacramental del bautismo.

Ser bautizado significa recibir una participación de la historia de Dios en el mundo, y sólo quien participa de esta historia puede aprender paso a paso la libertad verdadera. Quien quisiera educar a sus hijos en un supuesto <<espacio neutral>>, les entregará con seguridad a una multitud de poderes y les privará muy pronto de su libertad.

Además jamás se ha visto otra cosa en Israel. A ningún judío creyente se le hubiera ocurrido, en principio, la idea de criar a sus hijos en un ambiente neutral. La circuncisión, signo de la alianza, se realizaba ya ocho días depués del nacimiento, y casi falta tiempo para comenzar el estudio de la Torá (aquí cita el autor Dt. 6,4-7; 20-23).

Los niños judíos deben por lo tanto escuchar de sus padres una y otra vez la Torá y la historia de salvación sobre la que se basa, hasta que se convierten en una parte de sus vidas. En la Iglesia no puede ser de otra manera. También ella vive en verdad de esta historia de salvación, que ha encontrado en Jesús su plenitud definitiva. Esta historia es demasiado grande para la familia individualmente considerada. Sólo es posible vincular a su hijo con esta historia si la familia misma ya está unida a la nueva familia de la Iglesia.

En los últimos decenios la Iglesia ve cada vez más claramente, cuán necesaria se torna la reintroducción del catecumenado. Tendría la función de poner a la clara luz de la razón creyente el tipo de vida en el que ha crecido el niño, para que el joven pudiera decidir entonces en verdadera libertad su estilo de vida.

…/… El catecumenado es más que una simple clase, el catecumenado es iniciación en el estilo de vida de la fe. Par poder ser introducido en tal estilo, tiene que haberlo.

Aquello que la Iglesia necesita sobre todas las cosas es, por lo tanto, que ella misma se una sociedad concreta, donde haga visible la fe en cuanto estilo de vida diferente del nuevo paganismo. Así el catecumenado tendría nuevamente una base. Pero tal sociedad cristiana concreta, en medio de un mundo que hace tiempo se empeña en volver a ser pagano, sólo puede darse en la forma de comunidades, que en sí mismas ponen de manifiesto el mundo nuevo y el nuevo proyecto social de Dios. Tal comunidad ya es catecumenado en sí misma. Si no la hay, de nada sirven las mejores <<introducciones a la fe>>.

Por tanto, la pregunta propiamente dicha no es la siguiente: ¿Qué tipo de catecumenado?, ni tampoco ¿bautismo de niños o bautismo de adultos?; tanto menos sería ¿<<Iglesia del pueblo>> o <<Iglesia por decisión>>? La pregunta propiamente dicha versa sobre la existencia de comunidades vivas en la Iglesia de las que se pueda decir: <<¡venid y ved!>> (Jn. 1,46). En tal comunidad caben siempre invitados, alejados, inconformes, visitantes ocasionales y aprovechados. La <<comunidad pura>> no se ha dado nunca y además no sería bíblica en modo alguno, pero sí debe ser viva en el sentido evangélico. Y debe ser tal, que pueda decirse: <<¡ven y ve tu mismo!>>.

Creo que a estas alturas se puede entender por qué he titulado lo escrito y transcrito, “La radicalidad del bautismo de niños”. Que el Señor, en su gracia, nos ilumine para entender el compromiso que él nos exige para ser una comunidad auténticamente viva y anticipadora del nuevo modelo social de Dios.

http://www.esglesiabetel.org/index.php/reflexion/36-reflexiones/255-la-radicalidad-del-bautismo-de-ninos.html

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